«Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios»

Autor: Pbro. Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

 

 

Reflexiones sobre la Eucaristía

La historia del «Adoro te devote» es bastante singular. Es atribuido frecuentemente a santo Tomás de Aquino, pero los primeros testimonios de tal atribución se remontan a no menos de cincuenta años desde la muerte del Doctor Angélico, ocurrida en 1274. Aunque la paternidad literaria está destinada a permanecer hipotética (como también para los otros himnos eucarísticos que se atribuyen a su nombre) es cierto que el himno se sitúa en el surco de su pensamiento y de su espiritualidad. 

El texto permaneció casi desconocido durante más de dos siglos, y tal vez así habría seguido si san Pío V no lo hubiera introducido entre las oraciones de preparación y de acción de gracias de la Misa impresas en el Misal por él reformado de 1570. Desde aquella fecha el himno se ha impuesto en la Iglesia universal como una de las oraciones eucarísticas más amadas por el clero y por el pueblo cristiano. El nuevo Ritual Romano, editado por orden de Pablo VI, lo acogió según el texto crítico establecido por Wilmart entre los textos para el culto eucarístico fuera de la Misa.

El abandono del latín corre el riesgo de volver a echarlo en el olvido del que lo rescató san Pío V; por esto es deseable que el año de la Eucaristía contribuya a volver a resaltarlo. Existen de él versiones métricas en los principales idiomas; una, en inglés, por obra del gran poeta jesuita Gerard Manley Hopkins. 

Orar con las palabras del «Adoro te devote» significa hoy para nosotros introducirnos en la cálida ola de la piedad eucarística de las generaciones que nos han precedido, de los muchos santos que lo han cantado. Significa tal vez revivir emociones y recuerdos que nosotros mismos hemos experimentado al cantarlo en ciertos momentos de gracia de nuestra vida. 

Visus, tactus, gustus in te fallitur, 
sed audítu solo tuto creditur. 
Credo quidquid dixit Dei Filius; 
nil hoc verbo veritatis verius 

Traducida la segunda estrofa del «Adoto te devote» dice: 

La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti,
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.

La única observación acerca del texto crítico de esta estrofa se refiere al último verso. Así como está, tanto en el canto como en la recitación, se está obligado por la métrica a partir en dos la palabra veritatis (veri - tatis), por lo que parece preferible la variante que cambia el orden de las palabras y lee Nil hoc veritatis verbo verius.

No es que los sentidos de la vista, del tacto y del gusto, por sí mismos, se engañen acerca de las especies eucarísticas, sino que somos nosotros los que podemos engañarnos al interpretar aquello que ellos nos dicen. No se engañan, porque el objeto propio de los sentidos son las apariencias -lo que se ve, se toca y se gusta-, y las apariencias son realmente las del pan y del vino. «En este sacramento -escribe santo Tomás- no hay ningún engaño. Los accidentes de hecho que se perciben por los sentidos están verdaderamente, mientras el intelecto que tiene por objeto la sustancia de las cosas es preservado de caer en engaño por la fe» .La frase «basta con el oído para creer con firmeza, auditu solo tuto créditur», se refiere a la afirmación de Romanos 10,17, que en la Vulgata sonaba: «Fides ex auditu, la fe viene de la escucha». Aquí, sin embargo, no se trata de la escucha de la palabra de Dios en general, sino de la escucha de una palabra precisa pronunciada por Aquél que es la Verdad misma. Por esto me parece importante mantener, en el último verso, el adjetivo demostrativo «esta palabra» (hoc verbo). 

Está claro de qué palabra se trata: de la palabra de la institución que el sacerdote repite en la Misa: «Esto es mi cuerpo» (Hoc est corpus meum); «Éste es el cáliz de mi sangre» (Hic est calix sanguinis mei). La misma palabra con la que, según el autor del Pange lingua, «el Verbo hecho carne transforma el pan en su carne» (verbo carnem éfficit). 

Un pasaje de la Suma de santo Tomás, que nuestro himno parece haber puesto simplemente en poesía, dice: «Que el verdadero cuerpo y sangre de Cristo está presente en este sacramento, es algo que no se puede percibir ni con los sentidos ni con el intelecto, sino con la sola fe, la cual se apoya en autoridad de Dios». Por esto, comentando el pasaje de San Lucas 22,19: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros», Cirilo dice: «No pongas en duda si esto es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque siendo Él la verdad, no miente» . 

Sobre esta palabra de Cristo se ha basado la Iglesia al explicar la Eucaristía; ella es la roca de nuestra fe en la presencia real. «Aunque los sentidos te sugieren lo contrario -decía el mismo san Cirilo de Jerusalén- la fe debe hacerte seguro. No debes, en este caso, juzgar según el gusto, sino dejarte guiar únicamente por la fe».

San Ambrosio es, entre los Padres latinos, quien escribió las cosas más penetrantes sobre la naturaleza de esta palabra de Cristo: «Cuando se llega al momento de realizar el venerable sacramento, el sacerdote no usa ya palabras suyas, sino de Cristo. Es, por lo tanto, la palabra la que obra (conficit) el sacramento... El Señor dio una orden y fueron hechos los cielos..., dio un mandato y todo empezó a existir. ¿Ves qué eficaz (operatorius) el hablar de Cristo? Antes de la consagración no estaba el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración yo te digo que ya está el cuerpo de Cristo. Él ha hablado y se ha hecho, ha dado un mandato y ha sido creado (cfr. Sal 33,9)».

El santo doctor dice que la palabra «Esto es mi cuerpo» es una palabra «operativa», eficaz. La diferencia entre una proposición especulativa o teórica (por ejemplo, «el hombre es un animal racional») y una proposición operativa y práctica (por ejemplo: fiat lux, hágase la luz) es que la primera contempla la cosa como ya existente, mientras la segunda la hace existir, la llama al ser. Si hay algo que añadir a la explicación de san Ambrosio y a las palabras de nuestro himno es que esa «fuerza operativa» ejercitada por la palabra de Cristo es debida al Espíritu Santo. Era el Espíritu Santo el que daba fuerza a las palabras pronunciadas en vida por Cristo, como declara en un caso Él mismo a sus enemigos (cfr. Mt 12,28). Fue en el Espíritu Santo, dice la carta a los Hebreos, que Jesús «se ofreció a sí mismo a Dios» en su pasión (cfr. Hb 9,14) y es en el mismo Espíritu Santo por lo mismo que Él renueva sacramentalmente este ofrecimiento en la Misa. 

En toda la Biblia se observa una maravillosa sinergia entre la palabra de Dios, la dabar, y el aliento, la ruach, que la vivifica y la conduce: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada» (Sal 33,6); «Su palabra será una vara que herirá al violento, con el soplo de sus labios matará al malvado» (Is 11,4). ¿Cómo se puede pensar que esta mutua compenetración se haya interrumpido precisamente en el momento culminante de la historia de la salvación?

Ésta fue, al principio, una convicción común tanto a los Padres latinos como a los Padres griegos. A la afirmación de San Gregorio Nacianceno: «Es la santificación del Espíritu Santo lo que confiere al pan y al cáliz la energía que los hace cuerpo y sangre de Cristo», le hace eco, en occidente, la de san Agustín: «El don no es santificado de forma que se convierta en este gran sacramento más que por obra del Espíritu de Dios».


Fuente: elobservadorenlinea.com